Apostando a una sociedad solidaria

Opinión
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Agustina tiene dieciocho años y esperaba con ansia su primer día de clase como universitaria para poder conocer a sus compañeros y a sus profesores. Nunca imaginó que su primer encuentro con ellos sería a través de la pantalla de la notebook que sus padres le regalaron cuando terminó la secundaria. Clases virtuales en distintas plataformas, materiales enviados por correo electrónico, grupos de whatssap, muestran el abanico de herramientas tecnológicas de distinto tenor a disposición para que alumnos de todos los niveles no pierdan el ciclo lectivo que arranca de manera frágil, en el contexto de una pandemia que obliga a la cuarentena. Padres que se sorprenden de sus hijos nativos digitales y de otros más grandes, pero aggiornados, ocupando su tiempo en tareas, clases on line, foros y demás encuentros no presenciales que les hacen olvidar que están inmersos en un mundo educativo aún dentro de sus casas. Y por otro lado, docentes de todas las edades, pero sobre todo los más jóvenes, como Ezequiel,  inclauidicables a su vocación, preparando sus clases, aprendiendo, ensayando, y poniendo un gran esfuerzo, para llegar a sus nuevos alumnos, a los que apenas conocieron en la primera clase pero con los que mantienen el férreo compromiso de su contrato pedagógico.  

Juan, de treinta y cinco años, debuta como secretario de Juzgado de Familia, se preparó para ello, estudiando abogacía y dando pasos lentos pero sostenidos en la carrera judicial. Su función es considerada esencial y por ello no guardará cuarentena los días hábiles, debe estar de guardia por los estados de alerta, las perimetrales y velar por el cumplimiento de quienes están excluidos del hogar y garantizar la prohibición de contacto; como también asesorar en las declaraciones juradas de quienes son responsables de cuidados de mayores o en el caso de traslado de hijos menores de padres separados.  

Norma, tiene veinticinco años y es madre de una nena de seis y un nene de un año que están a cargo de su abuela en Paraguay. La cuarentena la sorprendió cuidando los hijos sin clases de la familia para la que trabaja con cama adentro. Ahora no te podés ir, le dijeron y a la angustia de no poder ver a sus hijos propios, le ganó la de perder el trabajo.

Natalia, se recibió el año pasado de médica con apenas veintitrés años. Si bien había decidido especializarse en pediatría, sus profesores les pidieron que se sumara a los voluntarios solicitados para cubrir puestos de trabajo en los hospitales frente a la pandemia. No lo dudó ni por un minuto, como está feliz de sentirse útil y haber elegido su carrera.

Martina, no cumplió todavía los veintiuno, estudia periodismo y ya consiguió su primer empleo en un medio de comunicación masivo. Creyó que haber cubierto las elecciones presidenciales el año pasado sería lo más desafiante que le tocaría vivir, sin embargo se equivocó, la pandemia del coronavirus, le exige velocidad, información continua y fidedigna y combatir las fake news que contaminan las redes sociales. 

Diego, vive en Escobar, tiene veinticuatro años, y es el responsable económico de su  mujer, su hija que empezó primer grado y un bebé en camino. En el ranking de sus preocupaciones el coronavirus no ocupa un lugar relevante como tampoco que su hija pierda el año lectivo. En su humilde vivienda no hay acceso a servicios esenciales y menos a internet o a una pc para que su hija pueda hacer tareas escolares; eso es una utopía. A Diego le preocupa que la interrupción de las clases, lo prive de la vianda diaria que recibe y con la que comen los cuatro de su familia. A Diego no lo deja dormir que con el tema de la cuarentena no ingrese dinero a su hogar; sin circulación de gente, no hay changas, no hay trabajo, no hay futuro inmediato para él y su gente.  

Julio, festejó las tres décadas apenas unos meses atrás. Ama volar y por eso es comisario de abordo. Nunca imaginó que tendría que exponer su propia vida para repatriar a argentinos varados en el exterior, entre ellos otros jóvenes que estaban haciendo un intercambio estudiantil en estas épocas de internacionalización educativa. Cómo tampoco lo hicieron sus amigos de cancillería en guardia permanente recepcionando pedidos desesperados de familias enteras que reclaman prioridad en sus retornos o su propio hermano menor, licenciado en Relaciones Internacionales,  atrincherado y expectante en Roma cumpliendo home office para FAO.

Camila con sus veintiséis años fue de los mejores promedios cuando se recibió de Contadora Pública, su primer empleo en el área de fiscalización de la AFIP, la entrenó para auditar y controlar que los contribuyentes paguen sus impuestos; tarea poco festejada socialmente. Sin embargo, la pandemia, la empujo hacia un nuevo desafío laboral que la hace sentir una pieza importante en el esquema de contención implementado. Camila forma parte del equipo que realiza operativos para controlar a los comercios de alimentos y de la industria farmacéutica, y luchar contra las prácticas inescrupulosas de algunos empresarios que lucran con la desgracia ajena remarcando barbijos, alcoholes en gel y otros productos necesarios o generando su desabastecimiento. 

Manuel, se recibió en el 2015 y con su título en Ciencia Política bajo el brazo y una fuerte vocación de trabajo social, no dudó en entrar al SEDRONAR, para trabajar en la prevención y asistencia de la gente en situación de calle con problemática de adicciones y consumo de drogas. Desde hace un tiempo es voluntario de uno de los comedores comunitarios de la villa 31, donde el hacinamiento, la carencia de reglas básicas sanitarias y la falta de infraestructura lo convierten en un potencial foco de contagio del coronavirus. La mayoría de los asistentes, muchos jóvenes y niños, son población en riesgo, padecen enfermedades respiratorias, tuberculosis, HIV, son los grandes excluidos que necesitan de Manuel y de un grupo de jóvenes como él que con fe, vocación social y profesionalismo para sostener inteligencia emocional y estratégica puedan lidiar con una batalla diaria, faraónica y seguir preservando sus propias vidas.

Como Decana de una Facultad de Ciencias Sociales, vivo rodeada de jóvenes, de aquellos como Agustina que están dando sus primeros pasos en la universidad y ven trastocada su vida como estudiantes; de otros como Ezequiel flamantes docentes que innovan como dar sus clases combatiendo la no presencialidad en el aula, y de aquellos jóvenes graduados como Manuel, Camila, Juan, Julio, Natalia, Martina, que orgullosos de las carreras o profesiones en las que recientemente se formaron se sienten útiles aportando, colaborando, desplegando su formación en práctica social en un contexto que nunca imaginaron. Por último, porque siempre son últimos lamentablemente, están aquellos jóvenes como Norma, Diego y los que ni siquiera sabemos sus nombres y que sentimos lejanos a nuestra realidad cotidiana, vulnerables, desprotegidos, con responsabilidades con las que no pueden solos, invisibles, pero presentes, aunque duelan. 

Y es pensando en ellos, cuando más me resuenan las palabras del Papa Francisco, refiriéndose a ese “submundo de humanidad“ que tanto nos necesita como personas y profesionales, sobre todo quienes abrazamos las ciencias sociales, apostando a una sociedad solidaria, que no mezquine los grandes gestos a quienes más los necesitan, aún en la reflexión.  

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