Durante mucho tiempo se ha creído que era inevitable el crecimiento del coeficiente intelectual, y por ello los seres humanos serían más inteligentes que la generación anterior, que en las décadas venideras la capacidad de razonar, crear, inventar, imaginar y resolver problemas de la especie humana se habría, como mínimo, duplicado.
Lo anterior fue le planteamiento que hizo el científico neozelandés James Robert Flynn, quien dedicó buena parte de su vida a estudiar la evolución del coeficiente intelectual mundial. Ese continuo crecimiento y evolución se denominó el “efecto Flynn” y fue el eje sobre el que desarrollo su libro en 2007, titulado “¿Qué es la inteligencia? más allá del efecto Flynn”.
Para entonces había una especie de consenso de que lo que afirma el científico Flynn era correcto, pues la humanidad se sentía más inteligente y de alguna manera copartícipe de los avances e inventos en el mundo de las artes y las ciencias. En paralelo, el mundo entraba en la revolución digital la cual en apariencia facilitaba la vida de todos, aunque no se entendiera los procesos de como lo hacía y dado que el cerebro está diseñado para su máxima eficiencia, pues el ser humano comenzó a usar cada vez más la tecnología.
Lo importante ya no era entonces entender cómo funcionaba, lo relevante era poder comprar, porque todo era más fácil y perfecto, así que el conocimiento progresivamente se fue sustituyendo por el poder adquisitivo y esto es una tendencia que ha venido en aumento en los últimos 30 años.
Se ha hecho un salto de los periódicos y los libros, a las pantallas, a los 280 caracteres, a las imágenes, a los videos cortos y se ha ido desde el paso de páginas a el scroll, del proceso de asociación de ideas y conceptos para profundizar el conocimiento, a la superficialidad e inmediatez.
Solo basta con ver a algunos de los llamados influencers que pueden llegar a tener millones de seguidores en las redes sociales, y que con el mayor desparpajo dicen que jamás han leído un libro pero que se sienten y se dicen bien informados y actualizados, al leer Wikipedia, o en ver algún corto reportaje en alguna plataforma de streaming.
Con este panorama, hay toda una discusión en el mundo que dice que las generaciones del siglo XXI, las que nacieron con la revolución digital, están retrocediendo en su nivel de coeficiente intelectual, que son menos inteligentes. La discusión tiene como todo proceso apoyantes y detractores, pero pareciera que la discusión apenas comienza y es mucho que lo aún hay para debatir y poder llegar a conclusiones concretas.
Por ejemplo, quien están en el lado de los detractores, argumentan que las pruebas para determinar el coeficiente intelectual no están actualizadas a la realidad moderna, que las condiciones ambientales y de calidad de vida son distintas a cuando lo invento el psicólogo William Stern en 1912, y la verdad, no dejan de tener algo de razón.
Por otro lado, quienes argumentan lo contrario basan su posición en el hecho de que cada vez se hace menos uso del lenguaje, tal como lo señala Aurora Herráiz Águila, periodista y coach en un reciente artículo publicado en un diario español, en el que razona diciendo: “…donde el uso de los tiempos verbales es cada vez menos frecuente lo que lleva a líneas de pensamiento casi siempre en presente, lo que genera en el hablante la incapacidad de hacer proyecciones en el tiempo” y adiciona que los jóvenes usan frecuentemente unas 300 palabras de las cuales el 35% son groserías y emoticones.
Lo cierto de todo esto, es que hay dos aristas importantes y que deberán entrar al debate. La primera, a menos palabras, menos pensamientos, y con ello sin dudas hay menos análisis y pensamiento crítico. La segunda arista es que durante siglos la educación se enfocó en las habilidades duras, de enseñanza que se aprendían en las aulas a través de libros u otros materiales de capacitación, o en el trabajo, dejando por fuera las habilidades blandas, aquellas enfocadas en la comunicación y escucha activa, el liderazgo, los procesos de negociación, la capacidad de trabajar en equipos, la flexibilidad y capacidad de adaptarse a entornos de constantes cambios, a la planificación y gestión del tiempo, y a la capacidad de expresar y gestionar emociones.
Sin dudas, el debate aun está en abierto y seguramente habrá que introducir otros elementos en la ecuación para determinar si la inteligencia del ser humano evoluciona o involuciona, pero lo importante es que tanto el homo sapiens como las sociedades continúen avanzando hacia la construcción de un tejido social más humano y garantista del sostenimiento de las nuevas generaciones.