López Obrador ignora las ventajas de ser invisible

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En política los gestos lo son todo, dice el autor de esta nota, quien afirma que el presidente mexicano tiene una “patológica urgencia por estar siempre en medio de la tormenta”.

Este artículo describe la errática política comunicacional del mandatario por la pandemia y va aún más atrás en el tiempo, para recordar el temprano final de la luna de miel de la población con AMLO.

Uno de los clásicos de la pandemia del COVID-19 es entrar a Twitter o Facebook y encontrarte con un video de López Obrador en una situación comprometida: puede estar besando niños, o lamentándose por no poder besarlos, o invitando a la gente a que continúe haciendo su vida normal. Tú entras a Internet y lo primero con lo que te topas es con la nueva ocurrencia de Andrés Manuel. Repitiendo su papel, una y otra vez, como si se tratara del gag de una mala comedia. Muchos de esos videos son editados o sacados de contexto, es cierto, pero su base no existiría si no fuera por la patológica urgencia que tiene el presidente por estar siempre en medio de la tormenta.

Andrés Manuel López Obrador, presidente de México, fue, durante muchos años, un tipo muy astuto que supo aprovechar la indignación que despertaban los desastrosos gobiernos del PRI y del PAN para establecerse como un adversario firme. Al PRI, entre otros muchos males, se le puede responsabilizar por implantar la corrupción en el ADN del sistema mexicano y al PAN por iniciar primero, y perder después, una sangrienta guerra contra el narcotráfico. Casi nada. Frente al nivel de estos rivales no fue muy complicado para López Obrador presentarse como un gran opositor.

Perdió dos elecciones presidenciales de manera consecutiva: en 2006 contra Felipe Calderón, quien lo venció por un margen apenas de medio punto porcentual, y en 2012 contra Peña Nieto, en el ¿último? coletazo que pudo dar el agonizante dinosaurio priísta. Las dos derrotas, paradójicamente, sirvieron a Andrés Manuel para continuar posicionándose como la única tabla de salvación del país.

Las administraciones, tanto de Calderón como de Peña Nieto, resultaron desastrosas y dejaron la mesa servida para que en el 2018, de rebote y casi sin querer, López Obrador se convirtiera en el primer presidente de izquierda en la historia de México. Aunque habría que mencionar que la idea que Andrés Manuel tiene del concepto de izquierda es muy discutible.

Aquí va un ejemplo reciente: durante los días previos a la marcha feminista del 8 de marzo y al paro del día 9 López Obrador, en reiteradas ocasiones, llamó conservadores a quienes apoyaban esos movimientos. Pasando por alto que las mujeres exigían seguridad o la despenalización del aborto el presidente no tuvo empacho en llamarlas conservadoras. Incluso, tratando de reventar el paro del día 9 de marzo, propuso iniciar la venta de billetes de la rifa del avión presidencial para aquel día. El presidente no duda en llamar conservador o de derechas a quien se atreve a discrepar de sus políticas y sin embargo jamás se ha atrevido a tocar en público la cuestión de los matrimonios igualitarios, la eutanasia o el aborto, asuntos que están presentes en las agendas de los verdaderos partidos de izquierda. Lo más cercano que dijo alguna vez sobre el tema, en el mejor ejemplo de su credo populista, fue que tenía que ser el pueblo en una consulta pública quién decidiera sobre estos asuntos.

En el 2018 López Obrador ganó las elecciones por un amplio margen. Incluso sectores de la población o regiones del país que nunca habían simpatizado con sus ideas le dieron el beneficio de la duda. López Obrador -al igual que Vicente Fox en el 2000- llegó a la presidencia con un gran crédito de legitimidad que le permitió un amplio margen de maniobra. Las primeras acciones de Andrés Manuel fueron contundentes. Un golpe en la mesa. Nada más llegar a Los Pinos decretó la cancelación del costoso aeropuerto que había iniciado Peña Nieto y comenzó una lucha frontal contra la mafia de los huachicoleros (traficantes de gasolina que se abastecen por medio de la ordeña de los oleoductos de PEMEX). Se podía estar de acuerdo o no con estas medidas, pero era claro que el presidente tenía un plan. Eran iniciativas de un gobierno que comenzaba a reaccionar. La guerra contra los traficantes de gasolina trajo consigo la escasez del combustible en buena parte del país, pero la percepción era que por fin la maquinaria del gobierno federal, invisible durante la gestión del PRI, estaba dando señas de vida.

La luna de miel de López Obrador con los ciudadanos duró muy poco. El 18 de enero de 2019, en Tlahuelilpan, Hidalgo, a 90 kilómetros de la Ciudad de México, estalló un gasoducto de PEMEX que había sido perforado por ladrones de combustible. La explosión provocó la muerte de 137 personas. Las investigaciones posteriores demostraron que pasaron más de dos horas desde el reporte de la fuga hasta el momento de la explosión, sin embargo, la falta de coordinación entre las diversas autoridades provocó que no pudiera evitarse el accidente.

La primera crisis de su gobierno tomó a López Obrador a contrapié. Contrario a lo que había demostrado hasta ese momento, sus reacciones fueron lentas y evasivas. Pocas horas después de la tragedia declaró que la lucha contra el tráfico de combustible continuaría incluso con mayor firmeza, pero en la realidad el estallido de Tlahuelilpan fue el silbatazo final de la guerra contra los huachicoleros. Una de las primeras buenas noticias (y a la postre de las únicas) de la nueva administración desapareció de un día para otro. Se esfumó. Andrés Manuel no pudo soportar la primera gran crítica que se hizo de su trabajo y así cayó la primera ficha del dominó: la uno tiró a la dos, las dos a la tres y entonces comenzó el derrumbe.

Reviso videos de aquellos días y no puedo pasar por alto que López Obrador parece otro. No es el mismo personaje que ahora, día con día, asalta la pantalla para lanzar un comentario provocativo e incendiario. Ni besa niños ni empuña estampitas con la imagen de un santo. Por aquellos días, enero del 2019, aún se le nota firme, seguro de lo que está haciendo. Sus declaraciones no surgen del estómago. Lo que puede verse allí es un presidente, no un charlatán resentido. Invito al ejercicio: revisen los videos. Han pasado 14 meses aunque da la impresión de que pasó una década, pero el daño, sin embargo, estaba hecho porque después de las críticas a las que se vio expuesto tras el incidente de Tlahuelilpan, Andrés Manuel pareció darse cuenta de que era mejor eliminar los problemas “por decreto” que enfrentarlos de verdad.

Tan sólo cincuenta días después de su toma de protesta el presidente tiró la toalla, abandonó la acción y se limitó a la ficción: decretó el fin del huachicol y de una vez, ¿qué podría salir mal?, del narcotráfico. Durante los primeros meses del 2019 no hubo, prácticamente, ninguna noticia del problema más grande al que se enfrenta México. La política de López Obrador fue ignorar el narcotráfico, olvidarlo, igual que hace el enfermo que empieza a sentir algunos síntomas extraños y en lugar de ir al médico decide darle la espalda. Tan cerca del Paraíso se encontraba el país que en agosto Andrés Manuel declaró que el pueblo estaba feliz, feliz, feliz.

  

Una felicidad que por desgracia se rompió el 17 de octubre, cuando en un oscuro operativo, la Guardia Nacional (un Frankenstein policial creado por López Obrador) detuvo en Culiacán a Ovidio Guzmán López, el hijo del Chapo Guzmán. La detención del criminal provocó un caos en aquella ciudad: cientos de hombres armados salieron a la calle a exigir la liberación de Ovidio. Hay decenas de videos que muestran vehículos que parecen salidos de Mad Max recorriendo las calles de Culiacán. Horas después la petición de los narcotraficantes fue atendida y Ovidio Guzmán fue puesto en libertad dejando claro quién manda en México. La tarde del 17 de octubre la soberanía del país, la fuerza del Estado, el liderazgo del Ejecutivo fue pisoteado por una turba en camionetas Hummer.

A partir de allí las críticas al presidente han ido en aumento. Sus adversarios lo descubrieron vulnerable y afinaron sus dardos. López Obrador tuvo la oportunidad de responder a estos ataques con acciones firmes, hechos contundentes y medidas oportunas, pero en lugar de eso decidió entrar en una guerra de descalificaciones. A la arena regresó el Andrés Manuel opositor, mientras que el López Obrador presidente desapareció de la escena.

Durante su mandato (1988-1994) el presidente Carlos Salinas de Gortari tenía por costumbre hacer una declaración importante o realizar una acción trascendente los domingos por la tarde, para que el lunes por la mañana estos hechos dominaran las portadas de los periódicos. López Obrador –alguna vez líder del PRI en Tabasco– aprendió aquella lección de comunicación política e incluso fue más lejos de la rutina semanal y cuando gobernó la Ciudad de México creó la costumbre de las conferencias de prensa mañaneras para darle rumbo a la conversación diaria. Pero una cosa era gobernar a la Ciudad de México a principios del siglo cuando no existían las redes sociales, y otra muy distinta gobernar a todo un país en los tiempos del trending topic.

No hay presidente en el mundo que pueda sobrevivir al desgaste de una conferencia de prensa cada mañana. Lo que hace 20 años pudo considerarse como una estrategia de comunicación interesante, se ha convertido en la kriptonita de López Obrador. En una escena memorable Pío XIII, el Papa de ficción que creó Paolo Sorrentino, explica el secreto y la gracia de gente como Banksy, Daft Punk o Thomas Pynchon: en el siglo 21, para poder sobrevivir hay que saber mantenerse invisible.

Es claro, sin embargo, que a Andrés Manuel no le gusta Banksy y que no ha leído a Pynchon, porque el sábado 14 de marzo cuando buena parte del mundo se encontraba encerrada en sus hogares por la cuarentena del COVID-19 le pareció oportuno salir a la plaza a besar y a abrazar a la gente. En tiempos normales la imagen habría resultado chocante, mientras que en tiempos de pandemia sólo puede entenderse como producto de una profunda ignorancia o de una soberbia desbordada.

En política los gestos lo son todo: un martes López Obrador dice que un par de estampitas del sagrado corazón de Jesús son su protección contra el virus, el miércoles afirma que desde hace tres meses existe un plan estratégico para enfrentar al coronavirus, y el sábado, otra vez, sale a la plaza a repartir abrazos. ¿A quién le creemos: al Andrés Manuel del martes, al del miércoles o al del sábado?

El gobernante que en estos tiempos no comprenda que la comunidad es el mundo, está perdido. Y para muestra basta algo aún más pequeño que un botón: un virus. Un simple virus. Da la impresión de que López Obrador se está jugando su resto de credibilidad a los resultados que arroje el COVID-19 a su paso por México. Es una apuesta peligrosa porque no son fichas de plástico las que están en juego. Son miles de vidas las que se ganarán o perderán en el envite. Que tenga suerte.

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