Como el ave fénix, Trump resurgió de las cenizas para agrandar su lista de logros personales —no necesariamente del país— de la que presume a diario.
Esta conversación debe comenzar poniendo los puntos sobre las íes: es precipitado decir que Donald Trump está derrotado. Nadie puede asegurar que Donald Trump va a «morder el polvo de la derrota». Esto lo pudimos ver en el caótico primer debate presidencial con un Trump «enérgicamente impertinente», que no asumió su compromiso de aceptar los resultados de las elecciones, y un Joe Biden «anímicamente pertinente» que no supo capitalizar políticamente los US$ 750 que Trump pagó de impuesto sobre la renta en 2016 y 2017, según un reporte de The New York Times.
El 2020 no siempre tuvo a Trump en la «cuerda floja». Dicen que «lo que no te mata te hace más fuerte» y lo vimos el 5 de febrero, cuando el Senado absolvió a Trump en el sonado juicio político o «impeachment», en el que enfrentó cargos de abuso de poder y obstrucción del Congreso.
Como el ave fénix, Trump resurgió de las cenizas para agrandar su lista de logros personales —no necesariamente del país— de la que presume a diario. Para Trump, fue un febrero maravilloso de ensueño y de redención/reafirmación de las posiciones poco ortodoxas que viene asumiendo desde su ascenso. Fue, más que el efecto en los demás, su autovalidación.
Hasta febrero de 2020, el futuro de Estados Unidos (aquí añado el futuro electoral de Trump) lucía promisorio. El presidente lo repetía frecuentemente como parte de su autoasignado mote de «job creator» o creador de empleo y solo la historia despejerá el mito de la realidad. Luego, sabríamos que EE.UU. entraría en recesión oficialmente en febrero, pero esto no preocupaba al presidente por dos razones fundamentales: primero, aún celebraba su triunfo en el Senado y ninguna otra noticia sería la resaca de dicha celebración; segundo, aún disfrutaba de la tasa de desempleo de 3,5%, que venía siendo consistente desde septiembre de 2019.
Los rumores del virus que se acercaba cobraban fuerza a finales de febrero de 2020 y esto coincidió con una tasa de desempleo del 4,4% en marzo. Ya en plena pandemia, la «economía de Trump» sucumbió ante la crisis global del covid-19 con 14,7% de desempleo en abril. El resto es historia.
El final del mejor momento de Trump llegó en febrero y desde entonces ha tenido que hacer campaña contra un candidato no oficial, no humano (e inhumano) y desconocido. Uno que cobra vidas y por el cual alguien tiene que pagar. Tenía que bautizarlo como el «virus chino», y de paso darle un cariñito al sentimiento nacionalista y una chispa a la guerra comercial con China, mientras trataba de ignorar la importancia de su contendor real, a quien burlonamente llama «Sleepy Joe», en alusión a Joe Biden. En comunicación política el estado de negación, así como la degradación de la importancia del contrincante, estimula nuestra propia confianza y genera percepción en la audiencia distraída. Trump es un experto en este arte.
El enemigo que no era candidato es la pandemia que lo hundió… y la pandemia debe salvarlo.
El coronavirus afectó el «éxito» de la administración Trump. En la campaña electoral, el titular del cargo tiene más poder de alcance con su mensaje (la línea fina entre sus cuentas personales y las institucionales en las redes sociales) y también más logros que exhibir en comparación con el candidato opositor, cuyo fuerte es el cambio que ofrece.
La pandemia, no Biden, cambió el panorama del presidente. No obstante, la pandemia podría ser la última carta electoral de Trump. Este fue el movimiento desesperado de la reelección, pues durante esta crisis sanitaria no solo abunda el covid-19, sino también el virus de la desinformación acompañado de la incertidumbre. Imagínense darle a la gente lo que no tiene: seguridad y confianza para salir a las calles, casualmente salir a votar, darles una vacuna. En una carta a los gobernadores, el Gobierno federal habló de la distribución masiva de una vacuna a partir del primero de noviembre, casi en el ‘Día D’. Salvar vidas es lo que importa, pero ¿cómo separamos esta ‘buena fe’ de un conflicto ético frente a las elecciones? Lo interpreté como un momento de desesperación porque no tenemos una vacuna aprobada y su distribución entorpecería la logística electoral.
En mi opinión, el presidente sabe que, debido a la inseguridad ciudadana, el voto por correo será determinante, por lo cual quiere proveer una solución electoral a la pandemia. Esto es afín con la agenda que se desarrolla para debilitar la credibilidad del voto postal. Esta narrativa es coherente con su objetivo de cantar victoria el 3 de noviembre.
Joe Biden y la inyección de adrenalina que reanimó su campaña
La adrenalina es conocida como una sustancia capaz de traer muertos a la vida aunque no siempre ayuda a los pacientes cardíacos. Desde mi óptica, el equipo de Biden no quiso descartar la oportunidad de inyectarle energía vibrante a su campaña que, aunque no ha estado «moribunda», una dosis extra de nitro siempre ayuda a llegar más rápido a la meta. Esta carta del «House of Cards» del Partido Demócrata fue la senadora Kamala Harris.
Este movimiento de anunciar una mujer fue brillante para estas elecciones y un precedente para la política del futuro. La estrategia resultará si Harris logra lo siguiente: que las mujeres se identifiquen con una mujer como su representante de luchas; retener el apoyo de la base de raza negra de Barack Obama; reconquistar a la población negra que votó por Trump cuando no había un rostro negro en la campaña presidencial pasada; y recuperar la confianza de aquellas mujeres que en 2016 parecieron darle la espalda a Hillary Clinton.
Sin ser dramático ni mucho menos, como vicepresidenta Kamala Harris sería la mujer –y además la primera de ascendencia negra y del sur de Asia– en tener el pie más cerca de la Oficina Oval por muchas razones. Biden tiene 77 años (le lleva tres a Trump) y para el término de su potencial cuatrienio tendría 81. En el mejor de los casos, puede que la salud no le permita a Biden buscar una reelección con 81 años.
RBG, el ingrediente sorpresa: los republicanos tienen mucho que ganar y los demócratas, mucho que perder
La muerte de la jueza de la Corte Suprema de Estados Unidos Ruth Bader Ginsburg (RBG) replantea los dilemas de esta batalla electoral. Con una ventaja habitual de 5-4, los conservadores ya tenían poder en el máximo órgano. Ahora, el presidente designó a su tercer juez, lo que llevaría la cuenta a 6-3, un duro golpe para los progresistas y la agenda de los grupos sociales que abogan sobre reforma inmigratoria, los derechos de la comunidad LGBTI, el derecho al aborto y más recientemente, la justicia social o justicia racial, como comúnmente le llamamos estos días.
Los demócratas, a menos que gane Biden, no luchan por aumentar la cuota progresista, luchan por mantener el cuarto magistrado que perdieron con la muerte de RBG. Pienso que desde el primer día de su presidencia, Trump se preparó para sustituir este puesto, pues la salud de RBG había sido precaria por años.
El futuro de EE.UU. depende de este tribunal. Las elecciones mismas pueden depender de este órgano cuando consideramos que estos podrían ser los comicios más litigados de la historia. Ni imaginar el caso en que el presidente se niegue a reconocer los resultados. La Corte Suprema será nuestra “Liga de la Justicia”.
La historia electoral de Estados Unidos tiene un «fetiche» con la repetición, el resurgimiento y el subestimado.
Con un país que adora los «comebacks» (regresos triunfales o resurgimientos), los «underdogs» (subestimados) y con una historia electoral que se repite, tenemos claro que un triunfo de Trump no debería ser una sorpresa. Aquí no gana quien tenga más gente, gana quien tenga más votos en el Colegio Electoral. En el universo, ¿quién tenía más apoyo que Hillary Clinton en 2016? Tal vez el papa Francisco o el Dalai Lama. De acuerdo con Michael Wolff, en su obra «Fuego y furia», Trump fue uno de los sorprendidos con su propio triunfo.
Biden debe, entonces, recuperar los estados tradicionalmente demócratas que le fueron arrebatados a su partido en 2016, incluyendo su natal Pensilvania. Se necesitan solo 270 miembros del Colegio Electoral de los 538 contabilizados en todos los estados, pero cada uno vale como ninguno. Si no, preguntémosle a Andrew Jackson (1824), Samuel Tilden (1876), Grover Cleveland (1888), Al Gore (2000) y a la víctima más reciente del sistema del Colegio Electoral, Hillary Clinton (2016). De este grupo, solo Tilden y Cleveland no fueron favorecidos con el voto popular.
Esta conversación debe terminar como empezó, aterrizando expectativas: para Trump, como decía la gloria del béisbol Yogi Berra, “el juego no termina hasta que se acaba”.