Los asesores disfrazados de gurúes infalibles están siendo superados por una nueva cultura de la asesoría política más humilde, discreta y centrada en el trabajo colectivo.
A partir de los años setenta, pero sobre todo en la última década del siglo XX, los partidos de masas irían desapareciendo y nacieron los partidos electorales, también conocidos como catch-all parties. Este tipo de partido difuminó el relato ideológico, prescindió de los militantes, se despegó de las organizaciones sociales de base y se financió del erario público en base a la representación institucional conseguida. Con estos partidos los políticos se convirtieron progresivamente en gestores de políticas públicas cuya proyección dependía del acceso a los medios de comunicación. Este tipo de partidos, que aún hoy pervive, ha personalizado su mensaje y, al encumbrar sus líderes, ha ido debilitando su organización interna y con ella la función del militante, que cada día importa menos, pues lo principal son los votos.
Actualmente, desde hace poco más de una década, el impacto de las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación ha tenido consecuencias múltiples para los partidos electorales. Por un lado, se ha constatado como la aparente vinculación directa entre el “ciudadano” y el “líder” que ofrecen las plataformas digitales han debilitado aún más la organización partidaria. Sólo así se comprende que Trump conquistara la nominación republicana a pesar de tener el aparato del partido en contra, o que los dos partidos tradicionales de Francia (gaullistas y socialistas) no hayan conseguido pasar a la segunda vuelta en los comicios del 23 de abril de 2017. Pero por el otro lado también se observa el nacimiento de partidosmovimiento que parten de la previa existencia de redes asociativas densas en el entorno local, como ha sido el caso de Barcelona en Comú o Ahora Madrid, o el de France Insoumise de Mélenchon. Efectivamente, de lo expuesto se desprende que el perfil y el quehacer del político han ido cambiando a lo largo de los dos siglos de existencia de los partidos. Sin embargo, más allá de los estilos y las eras hay una cosa que no cambia: lo más relevante para dedicarse a la política –en mi opinión– es tener vocación, tenacidad, compromiso, honestidad y sensibilidad con el sufrimiento y las necesidades ajenas.
Adlai Stevenson fue un político demócrata de los Estados Unidos. Dos veces candidato a la presidencia y dos veces derrotado en 1952 y 1956. Sus derrotas fueron hasta cierto punto sorprendente, ya que era muy famoso por su habilidad en la discusión y la oratoria. En la última campaña, un seguidor se le acercó y le dijo, entusiasta: “Todas las personas inteligentes estamos con usted”. Y él le respondió: “Gracias, pero mi problema es que necesito una mayoría”.
La anécdota explica muy bien, a mi juicio, cuál debe ser el trabajo de un asesor o asesora profesional: comprender bien a la sociedad a la que se quiere representar o dirigir. Y trasladar a la candidatura, y a su entorno, la necesidad de una estrategia orientada a la identificación (con los demás, sus necesidades y sus estados de ánimo), y no, necesariamente, a la proyección (propia). Esta capacidad solo es posible realizarla con éxito, creo, con autonomía y distancia. A los candidatos no se les puede querer, ni votar, acostumbro a decir. La afinidad ideológica o la complicidad afectiva no ayudan a crear un marco profiláctico de profesionalidad. Esta distancia es vital para no comportarte como un seguidor, sino como un asesor (alguien a quien deberían contratar por su juicio, no por su prejuicio o apriorismo ideológico o personal). En caso contrario, el asesor queda reducido a empleado o militante. Mal consejero.
El punto central del asesoramiento político es la estrategia. Es decir, la capacidad de encontrar un relato y una actuación que maximice las posibilidades del candidato/a, minimice sus debilidades, construya a su alrededor mayorías. Esta tarea es altamente técnica y, para ella, la investigación juega un papel determinante, incluyendo el trabajo de segmentación electoral. A mi entender, hay que diseñar tantas campañas como públicos y segmentos a los que dirigirse. Hacer esto de manera coherente pero personalizada es una de las garantías del éxito electoral.
El trabajo de la asesoría política es tan antiguo como el del liderazgo. Como sabemos, por ejemplo, por el general Quinto Tulio Cicerón quien le escribió a su hermano mayor Marco Tulio Cicerón en el año 64 a.C. unos consejos sobre campañas políticas para ayudarle a ganar la elección para cónsul de Roma. Un texto hoy convertido en un clásico de referencia: “Las promesas de un candidato siempre son vitales para una campaña, sin promesas la campaña electoral se vuelve vacía e inocua. El votante debe sentir que, al votar por ti, tiene la esperanza de recibir alguna recompensa”. La política asesorada debe ser más útil y eficaz para los electores. Esta misión de servicio público es, creo, el mejor camino para la competencia electoral. El camino para el éxito no siempre está garantizado por la calidad ética, técnica y política. Pero la política bien asesorada debe aspirar a la excelencia democrática (y meritocrática). No siempre ganan los mejores, como nos recordaba Adlai Stevenson, pero querer ser un buen servidor público es la mejor opción, siempre, para obtener la confianza ciudadana.
Afortunadamente, los asesores disfrazados de gurúes infalibles, de druidas mágicos, de alquimistas electorales, de celebrities expertas están siendo superados por una nueva cultura de la asesoría política más humilde, discreta y centrada en el trabajo colectivo, la investigación y las nuevas disciplinas que van desde la neurociencia, el big data político, el visual thinking, el activismo digital a las campañas ciudadanas, entre otras. La política asesorada puede ser más cauta, más responsable, con mayor capacidad de escucha. Asesorar es entender, comprender. Es la enorme distancia que hay entre ver y mirar, entre oír y escuchar.