Si algo sobresalió en las históricas manifestaciones del domingo pasado es el protagonismo de una juventud que desafía abiertamente al régimen, que está conectada al mundo a través de internet y que ya no tolera un orden político vertical y uniforme, que pretende imponerle lo que tiene que hacer y pensar.
Para entender lo que pasó el 11 de julio de 2021 en Cuba, que comenzó como una manifestación localizada en el municipio de San Antonio de los Baños y se propagó desde allí a todo el país como una ola que no se había visto nunca antes desde el triunfo de la Revolución Cubana, hay que remontarse al 6 de diciembre de 2018.
Lo que sucedió ese día no fue un hecho a simple vista político, sino meramente técnico: se habilitó a los cubanos a acceder a internet en sus teléfonos celulares. Esa decisión abrió una hendija en el país más cerrado y aislado de América Latina, que obviamente no alcanza por sí sola para explicar lo sucedido el domingo pasado, pero sin la cual tampoco podría comprenderse.
No es casual que, a una semana de las protestas, la estrategia más consistente del gobierno cubano haya sido mantener total o parcialmente caídas las redes de internet móviles que monopoliza a través de Etecsa, la empresa estatal de telecomunicaciones. Más allá del impacto que tuvo esta herramienta para conectar a los manifestantes el domingo, lo verdaderamente decisivo de la difusión de internet es que en un país dominado desde hace décadas por una elite avejentada le dio un poder inusitado a los jóvenes. Porque si de algo no hay dudas es de que internet es su continente.
Por distintos motivos, esta generación de jóvenes cubanos, que estuvieron a la vanguardia de las movilizaciones en todo el país, es muy diferente a las anteriores. Porque nació cuando la llama de la épica revolucionaria ya llevaba mucho tiempo apagada y creció en la Cuba de la miseria más absoluta, la que dejó de contar con la Unión Soviética para mantenerse a flote con niveles mínimos de bienestar. Y porque es la primera que está verdaderamente conectada al mundo, que pudo saltar el cerco de la censura y el adoctrinamiento, y que mira a su país con ojos globales.
La irrupción de esa juventud como protagonista es el fenómeno más novedoso de las protestas del 11 de julio, y probablemente sea el más duradero. Por eso, es el mayor desafío que enfrenta el régimen comunista desde que tomó el poder por las armas en 1959.
“Para esa gente, la Revolución Cubana no significa nada. No tienen ningún compromiso residual con un proceso que no los ha beneficiado en nada”, dijo a Infobae Armando Chaguaceda, politólogo e historiador cubano, analista del Centro España-Cuba Félix Varela de la Universidad Francisco de Vitoria de Madrid. “Y Fidel se murió, y después de una larga decadencia. Así que ni siquiera conocieron al Fidel vital y carismático. Son postcomunistas. Y son postneoliberales también. Son militantes de la democracia, de la justicia. Son activistas de lo que yo creo que es la ideología del siglo XXI, que son los derechos humanos, del derecho a tener derechos. Algunos desde el feminismo, desde el antirracismo, otros desde ciertas ideas intelectuales más de izquierda. Creo que podríamos ubicarlos en una izquierda democrática, pero no se reivindican así, y probablemente me desmentirían. Porque para ellos eso es estéril. Porque el quiebre fundamental en Cuba es autoritarismo versus democracia”.
Una nueva generación
“Éramos la generación de los crédulos, la de los que románticamente aceptamos y justificamos todo con la vista puesta en el futuro, la de los que cortaron caña convencidos de que debíamos cortarla (y, por supuesto, sin cobrar por aquel trabajo infame) (...); la generación que resistió los embates de la intransigencia sexual, religiosa, ideológica, cultural y hasta alcohólica con apenas un gesto de cabeza y muchas veces sin llenarnos de resentimiento o de la desesperación que lleva a la huida, esa desesperación que ahora abría los ojos a los más jóvenes y les llevaba a optar por la huida antes incluso de que les dieran la primera patada en el culo” (Leonardo Padura, El hombre que amaba a los perros).
La desgarradora descripción que hace Iván, el protagonista cubano de la obra cumbre de Padura, resume con maestría la sensación de derrota que invade a la generación del escritor nacido en 1955 en La Habana. Son los que crecieron en los años de optimismo que siguieron a la Revolución, en los que la utopía socialista de un mundo igualitario parecía realizable.
Son los que, como dice Iván, aceptaron pasivamente que les quitaran la mayoría de sus derechos y libertades, precisamente porque creían que, tal vez, había algo prometedor al final del camino. Y son los que quedaron con la autoestima destruida cuando, con la caída del socialismo real, se dieron cuenta de que todos esos sacrificios habían sido inútiles.
La generación siguiente, la de quienes llegaron a la adultez cuando Cuba se derrumbaba durante lo que se conoce como el “Período Especial”, los años de hambre y escasez de absolutamente todo en una economía que subsistía casi exclusivamente de lo que le daba la URSS, es la que lideró el Maleconazo de 1994: las protestas que tuvieron como epicentro el histórico malecón de La Habana luego de que las autoridades cubanas detuvieran a un grupo de jóvenes que trataban de huir en balsa rumbo a Estados Unidos.
El reclamo de los manifestantes era sencillo: ya que se estaban muriendo de hambre, que no les dieran comida pero al menos los dejaran irse del país. Fidel Castro los reprimió, pero al mismo tiempo abrió las puertas de la isla para descomprimir, y decenas de miles se fueron con sus balsas, como ya había ocurrido con el éxodo del Mariel en 1980.
En ese contexto de desesperanza y pobreza masiva crecieron los jóvenes que esta semana sorprendieron al mundo. No son pocos. El 35% de los cubanos tienen menos de 30 años, es decir que nacieron durante el Período Especial o después. Si se suma a los que tenían menos de diez años cuando colapsó la URSS, llegan al 48% la población.
“De niños experimentaron las angustias económicas del Periodo Especial y la docilidad política de sus padres, que seguían aferrados a la mitología de la supuesta revolución nacionalista de los humildes, por los humildes y para los humildes”, contó el historiador y filósofo cubano Juan Antonio Blanco, consultado por Infobae. “Esta crisis, a diferencia de la de los 90, no es solo de capital financiero sino también de capital simbólico. El Gobierno ha llevado la economía a la bancarrota por desaprovechar la mano que les tendió Obama, porque el estancamiento y el retroceso de las muy incipientes reformas comenzó ante de Trump, y ahora ha perdido credibilidad y legitimidad. En ese contexto, los jóvenes no están dispuestos a ser dóciles. No le deben nada al gobierno, salvo su creciente miseria y la falta de libertades para superarla”.
Son, mayoritariamente, personas para las que la palabra socialismo no está asociada a nada parecido a una ilusión. Personas que ni siquiera llegaron a vivir lo que Padura (o Iván) describe como “tiempos de pobreza equitativa como logro social”, los mejores años de la Revolución. Crecieron en la era del “sálvese quien pueda”.
Un tiempo de desigualdades en alza, sobre todo entre quienes pueden acceder a dólares y quienes no, porque tienen contactos con la burocracia, trabajan en el sector turístico o tienen la suerte de tener familiares en Estados Unidos en condiciones de enviarles remesas.
“Son los jóvenes que no se pueden ir del país —dijo Chaguaceda—. Los que no reciben dólares, o que reciben muy pocos, y que no están en el turismo, donde emplean mayormente a blancos y blancas. Es la masa que las elites del régimen cubano y sus intelectuales orgánicos llaman marginales. Son hijos de madres solteras cuyos padres padecieron alcoholismo y los abandonaron o murieron en el estrecho de la Florida tratando de llegar en balsa. Esa gente tiene que delinquir en la economía informal para sobrevivir en el día a día. Viven en barrios a veces sin asfalto ni servicios básicos. No han recibido nada del régimen que no sea hipocresía, promesas y un discurso alejado de la realidad. Lo poco a lo que acceden es lo que pudiera recibir un pobre en cualquier país de América Latina con una mínima capacidad estatal e infraestructura urbana: una educación básica muy degradada, ciertas condiciones de atención de salud también degradadas, una canasta básica que sólo cubre diez días del mes en la capital y que en el interior incluso menos, un transporte público inexistente y apagones recurrentes”.
Esa es la generación de Luis Manuel Otero Alcántara, el artista y activista de 33 años que desde 2018 ha sido arrestado decenas de veces por sus performances que desafían las restricciones impuestas por el régimen y que son un grito de libertad sin el cual tampoco podría haberse llegado al 11 de julio. Es uno de los referentes del Movimiento San Isidro, que reúne a artistas e intelectuales jóvenes que ya no quieren irse, sino que con notable creatividad reclaman que los dejen ser en su país.
Si esta nueva generación nunca reverenció a los líderes de la Revolución Cubana, mucho menos respeto va a tener por quienes los están sucediendo en los altos mandos del gobierno. Miguel Díaz-Canel, presidente desde 2018, cuando Raúl Castro le cedió el mando, es blanco de humillaciones por las que nunca habían pasado los hermanos Castro. Que en manifestaciones públicas le griten Díaz-Canel “singao”, un cubanismo muy despectivo que significa malvado, muestra hasta qué punto los jóvenes cubanos están hoy desprovistos del temor y recogimiento que caracterizaba a muchos de sus padres en su relación con el poder.
Y para ellos la posibilidad de irse ya no es tan atractiva como para los que vinieron antes. En parte, porque en 2017, en una de sus últimas medidas como presidente de Estados Unidos, Obama puso fin a la política de “pies secos, pies mojados”, que les permitía a los cubanos que pisaran suelo estadounidense obtener automáticamente un permiso de residencia. Pero también porque tienen una actitud diferente ante la vida.
“El potencial migratorio sigue siendo inmenso, porque la frustración es de igual tamaño. Lo que sucede es que no hay para donde ir”, explicó Michel Suárez, periodista y experto en comunicación cubano y español, consultado por Infobae. “El fin de la ley de pies secos, pies mojados cortó casi todo el flujo de gente que se lanzaba al mar. Aunque siguen llegando algunos, y otros desaparecen en el estrecho de la Florida. Se arriesgan a morir o a que Estados Unidos los devuelva a Cuba, pero lo intentan. Antes, cuando Ecuador no exigía visa, viajaban allí y hacían una peligrosa travesía por las selvas centroamericanas hasta llegar a la frontera entre Estados Unidos y México. Pero todo eso terminó. Así que, como decimos los cubanos, el dominó migratorio está trancado, y la olla de presión revienta dentro del país. En otra época, el castrismo abría las puertas y salían los descontentos. Ahora no hay para dónde ir”.