Haití, crisis perenne

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La semana pasada estuvo marcada por el magnicidio del presidente de Haití, Jovenel Moïse, hecho que conmocionó al mundo por su connotación para las democracias en el planeta.

En el caso de Haití, el presidente Jovenel Moïse argumentaba que su período terminaba en febrero de 2022, lo que desató inconformismo interno. Para algunos miembros de la Corte Constitucional, políticos y empresarios, su periodo venció el pasado 7 de febrero pasado. 

El argumento del presidente era que asumió el cargo hasta 2017 y por lo tanto el período de 5 años vencería en 2022. Recordemos que la elección de 2015 provocó disturbios y protestas que llevaron a que se repitieran las elecciones en 2016.

Lo curioso es que, la ley que sus contradictores invocarán para la finalización del mandato del presidente, es la misma que el presidente Moïse usó para disolver el congreso en 2020, época desde la cual el país no tiene órgano legislativo, ni primer ministro.

Cabe recordar que, el presidente fue electo en una segunda elección donde solo participó menos del 20% de los electores habilitados, y en la que Moïse fue electo con menos de 600 mil votos, lo que representa menos del 10% de los más de 6 millones de electores haitianos habilitados para votar.

Evidente que este panorama de debilidad en la representatividad y en la institucionalidad, aunado a la crisis generada por el covid, el sistema de salud colapsado, la parálisis económica -producto de la pobreza de más del 60% de su población-, más las constantes protestas de los ciudadanos; era solo cuestión de tiempo para que una gran crisis estallara en ese país.

De hecho, sorprende imaginar cómo un país sin parlamento, sin primer ministro, con una Corte Suprema desintegrada, un presidente débil y cuestionado, con tales niveles de pobreza y desigualdad, con altos índices de inseguridad, no haya estallado antes.

Ahora bien, nada justifica el magnicidio, nada justifica cegar la vida de seres humanos. La posibilidad de que las fuerzas vivas del país y los ciudadanos hubieren llegado a acuerdos para superar la crisis, como lo mandan los cánones de la política moderna, bien pudo evitar la gravedad de la situación del Estado haitiano.

La evidencia en la región muestra cómo los Estados débiles son incapaces de satisfacer las necesidades de sus ciudadanos, observándose el crecimiento del índice de desaprobación a las democracias, aumento de la indiferencia -bajo qué régimen de gobierno se encuentren-, sin olvidar los altos porcentajes de abstención que crecen elección tras elección.

Cuando se observa que los niveles de confianza en las instituciones del Estado -legislativo, ejecutivo y judicial, y electoral- no son satisfactorias, como en algunos países con apenas un dígito, es claro que los ciudadanos no están conformes con las democracias ni con los líderes que la regentan.

Ahora bien, esa inconformidad debe direccionarse en acciones concretas para generar consensos que lleven a los cambios que la sociedad necesita, para ello el ciudadano debe participar en la búsqueda de soluciones a los problemas de su comunidad, pues en la medida en que se involucra en la toma de decisiones se van fortaleciendo las instituciones.

Adicionalmente, la crisis de Haití afectará con fuertes consecuencias a su vecino, la República Dominicana, con quien comparten el territorio en la isla. Hasta ahora hay más de 2.5 millones de haitianos en República Dominicana, lo que ya genera en este país una enorme presión sobre los servicios de salud, educación, vivienda entre otros, así que, si la crisis en Haití se extiende en el tiempo, es previsible que habrá mayor desplazamiento de haitianos hacia Dominicana, permitiendo que la crisis pase a invadir toda la isla.

Tal como están las cosas, es claro que el país está en un momento de debilidad constitucional, razón por la cual las Naciones Unidas, la Organización de Estados Americanos y demás entes internacionales, deberán, de manera perentoria, prestar ayuda oportuna y suficiente, para restituir la institucionalidad y colaborar en la solución de la crisis antes que esta se convierta en un fenómeno de mayor dimensión.

Los ejemplos en la región muestran cómo, cuando los ciudadanos se alejan de la política, la institucionalidad de los Estados se debilita, la calidad de las democracias se degrada; llegando al punto de generar Estados inviables, como los de Haití, Nicaragua, Venezuela, y tal vez otros en camino.

Es urgente y necesario repensar la actitud del ciudadano frente a la política, pues, menospreciarla y permitir que lleguen líderes que engendran gobiernos débiles y corruptos, que llevan a la sociedad a pagar un precio muy alto.

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