Los debates electorales han sido, desde su presentación en medios tradicionales de la política moderna, un agasajo para los apasionados de la comunicación política.
Los neófitos pueden pensar que un debate electoral lo gana quien más ataca, quien mejor confronta, quien deja sin palabras al adversario, pero eso no es del todo cierto.
En sentido estricto, un debate electoral no se gana ni se pierde, porque no cuenta con una mesa de jurados que pudieran calificar ¿quién construyó mejores argumentos? ¿quién estableció los mejores silogismos?
Tampoco existe una mesa de jurados que penalice a quien no tuvo la capacidad lingüística y argumentativa suficiente para echar abajo lo que sostuvo el otro.
A veces existen mesas de análisis posteriores al debate, pero tampoco podemos decir que sean del todo apegadas a las reglas del debate tipo parlamento británico.
Es decir, el modelo tradicional de los debates políticos suele ser donde todos los contrincantes a un cargo de elección popular responden preguntas formuladas por un moderador o moderadora, quien les va dando el uso de la palabra con determinadas especificaciones de tiempo, orden y derecho a réplica.
Entonces, establecemos que nadie gana ni pierde un debate: los seguidores de un candidato dirán que su líder lo ha ganado y los detractores, dirán que lo ha perdido.
Quizá sólo pierde el debate quien no acude al debate, porque siempre se ganará al dar la cara a los ciudadanos y responder preguntas, aún cuando sus habilidades oratorias no sean las mejores, siempre será preferible acudir al debate que no hacerlo.
Y si ya ha decidido el equipo del candidato o candidata acudir al debate, lo mejor es recomendarle el ejercicio y práctica de tres tipos de argumentos:
1.- Argumento histórico: consiste en investigar todo lo relativo al tema, buscar los orígenes de la propuesta, las personas que pudieron haberlo propuesto anteriormente, las personas que lo echaron abajo. Analizar a profundidad el contexto histórico en que se está presentando la propuesta y el contexto social e histórico en que inicia o da origen al statu quo. Se recomienda que el argumento histórico sea con el que se dé inicio el debate. Es decir, ¿cuál es el origen de la propuesta o la idea? Y ¿cuál es la situación actual que se vive? Y ¿por qué es necesario proponer o aprobar esa idea?
2.- Argumento estadístico: con este argumento podemos fortalecer al anterior, porque el poder de las estadísticas comprobables y medibles puede fortalecer una idea y digo puede, porque no necesariamente la fuerza con que una mentira sea sostenida por las mayorías puede convertirla en verdad, pero ayuda a abrir el diálogo a escuchar a las mayorías y sobre todo, a las minorías, esas tristes olvidadas de las urnas y de las políticas públicas, pero que pueden terminar por inclinar la balanza en una elección cerrada.
3.- Argumento jurídico: es de vital importancia conocer la ley actual o positivada, es decir, la que se encuentra vigente, la que ya ha sido publicada, porque si queremos llegar a proponer algo que ya existe entonces no sólo haremos el ridículo, sino que le demostraremos al electorado que no estamos capacitados para el cargo al que aspiramos. En esta parte, se recomienda realizar ejercicios de derecho comparado, saber qué leyes o propuestas existen en otros países y cuáles han sido exitosas y cuáles han fracasado.
Por último, es importante recomendarle al político que no se apasione ni pierda los estribos. La capacidad de mantenerse ecuánime, aún cuando todos los asistentes se empeñen en sacarlo de sus casillas, puede ser incluso más valorada por el espectador, que responder a cada embate con bríos renovados.
Hoy en día preferimos políticos que se venzan a sí mismos, que aquellos que venzan en las urnas y se pierdan como personas cuando ya nadie los vea.
Por Maricela Gastelu