Frente a esos fenómenos que desfiguran la democracia en muchos países, es común escuchar explicaciones indulgentes, quejas victimistas.
O al menos en parte de América Latina. Frente a un caso, el chileno, donde se produce una alternancia pacífica de un gobierno a otro de un color ideológico diferente, muchos otros casos van en la dirección opuesta.
El último es el de Honduras, donde durante el conteo de las papeletas se produjo un apagón providencial. Por milagro, una vez que los datos volvieron a fluir, el presidente saliente se vio arrojado, como un caballo dopado, del segundo al primer puesto. El guión es el habitual, aburrido, predecible. Un apagón similar ocurrió en las últimas elecciones en Ecuador: misterio. En Venezuela, el sistema electoral ha estado operando durante mucho tiempo de manera intermitente: lo importante es que siempre dé el mismo resultado; llamarlas elecciones es un eufemismo: son una farsa. Como lo son desde hace tiempo en Nicaragua, que fue un feudo de los Somoza y hoy es un feudo de los Ortega: el soberano se corona por vía electoral. La variante más original es la boliviana: si las elecciones no dan el resultado acordado, se repiten.
Por paradójico que parezca, la esperanza viene de Cuba. Ya se sabe cómo se vota en Cuba: siempre la misma canción. Es decir: votar no es una opción y el menú ofrece un solo plato; si no quieres perder el trabajo, los amigos, la libreta de racionamiento y todo lo que solo mamá Revolución puede darte, el día de las elecciones cumplirás con tu deber. De ahí los espectaculares porcentajes de votantes, típicos de los regímenes totalitarios. En las últimas elecciones municipales, ochenta intrépidos idealistas trataron de postularse para un cargo, como lo permite la Constitución. O más bien, lo permitiría, porque al ser disidentes, los echaron. Sin embargo, en los últimos diez años, el porcentaje de cubanos que no van a votar o votan en blanco aumentó del 7% al 21%. Dadas las condiciones, ya es un milagro; de a poco, el miedo se desvanece.
Obviamente, las elecciones, el día en que el ciudadano se pone su mejor traje para salir a depositar su voto en la urna, son solo espuma en la cresta de un mar embravecido. Debajo de la espuma, hierven las ollas de la cocina política. Están elaborando los platos que harán felices a los gobernantes el día de las elecciones. Como entrada habrá un consejo electoral repleto de clientes del gobierno; como plato principal un poder judicial repleto de clientes del gobierno; como postre, un sistema de información lleno de clientes del gobierno. ¿Menú poco atractivo? Es cierto. Pero no para aquellos que se benefician de él. Es un viejo hábito de la historia latinoamericana, el de concebir y usar la democracia, mejor dicho las elecciones, no para elegir gobiernos, sino para plebiscitar a los que ya están en el poder; como una fuerza que en lugar de subir desde los ciudadanos al gobierno como debería, baja una camisa de fuerza de los gobiernos a los ciudadanos.
Para explicar este problema atávico, muchos se contentan con señalar con el dedo la paja en el ojo de los demás pasando por alto la viga clavada en el suyo. La culpa es del neoliberalismo, grita un populista hondureño indignado; la culpa es del populismo, responde nervioso un liberal venezolano. Sin embargo, el hecho de que costumbres similares aparezcan en regímenes de diferentes tendencias ideológicas, debería llevarnos a pensar. ¿Qué tienen en común? ¿Qué impide que aquellos que creen en la primacía del estado compitan pacíficamente con aquellos que creen en la primacía del mercado? ¿Que quién invoca el comunitarismo lo haga con aquellos que prefieren la libertad individual? Es difícil, pero no imposible, si se comparten reglas e instituciones, si se acepta la necesidad de un árbitro neutral.
A primera vista, lo que acerca entre sí los casos mencionados es un antiguo legado patrimonialista, cuyas raíces se hunden en el pasado rémoto: la historia cuenta, y el presente siempre está hecho con los materiales del pasado. Es la idea de que todo el poder pertenece a quienes lo ejercen, que el reino sobre el que gobiernan es su propiedad: el principio de la división de los poderes es extraño a la tradición patrimonialista. Cualquiera que sea su ideología, el gobierno usará entonces el poder para exclusiva ventaja suya y de los suyos, como un botín para recompensar a los fieles y castigar a todos los otros. Los enemigos, por su parte, lucharán hasta el final para quitarle el poder, con el que harán lo mismo que él, pero a favor de los suyos.
Rascando un poco bajo la superficie, el problema aún más serio de esta concepción es sin embargo otro: es el reclamo de aquellos que ejercen el poder de tener el derecho de mantenerlo en nombre de una verdad absoluta; de poseer, ellos solos, el secreto para redimir al pueblo, salvarlo de la miseria, emanciparlo de la injusticia. Si tan alto es su fin, todos los medios serán legítimos para alcanzarlo. Es una idea religiosa de la política, que así se convierte en un juego de suma cero: si gano, tomo todo, si pierdo nada queda. Es una concepción que transforma la competencia política en una guerra de religión entre verdades que se eliden, entre actores que se deslegitiman y que al hacerlo se disputan la posesión de las instituciones que deberían garantizar la regularidad del juego político.
A esta visión, le escapa una obviedad: que en democracia nadie puede hacer alarde del monopolio de la verdad; nadie puede elevar sus convicciones a dogma de fe; que el acuerdo y la negociación son la sal de cada democracia. Es el delirio de poseer el monopolio del Bien, es la absurda y tragicómica pretensión de poseer la receta simple para resolver problemas complejos, que anima la violencia vista en las calles de Buenos Aires, que alimenta el fanatismo de una minoría que no sabe nada pero pontifica, sobre todo, movida por la fe y no por la razón.
Frente a esos fenómenos que desfiguran la democracia en muchos países, es común escuchar explicaciones indulgentes, quejas victimistas: que le vamos a hacer, es culpa de la miseria, de la ignorancia, de la marginalidad, de la desigualdad; para algunos, incluso, es culpa del neocolonialismo: son esas plagas las que explican el patrimonialismo rampante y el fanatismo ideológico. ¿Es así? ¿O será al revés? El patrimonialismo, el fanatismo y la pobre calidad institucional son las principales causas, y no los efectos, de esas plagas sociales. El día que se tome conciencia de ello, será un gran día para la democracia latinoamericana; y también para la justicia social.